MEMORIA DE OLMA

 



-       En nuestro país ha ocurrido algo… algo incomprensible… Es decir, está ocurriendo aún… Es difícil describirlo… todo empezó porque, un día, el lago de Calidocaldo no estaba ya allí... Simplemente había desaparecido, ¿comprendéis?

-       ¿Quiere usted decir -preguntó Úckuck - que se secó?

-       No, repuso el fuego fatuo, en tal caso habría un lago seco. Pero no es así. Donde estaba el lago no hay nada… Simplemente nada. ¿Comprendéis?

-       ¿Un agujero? -gruñó el comerrocas.

-       No, tampoco un agujero – el fuego fatuo parecía cada vez más desamparado-. Un agujero es algo. Y allí no hay nada…

 

En su “Historia interminable”, Michel Ende describe la enfermedad que aqueja al reino de Fantasía: El vacío se extiende aquí y allá, devorando comarcas enteras y poniendo en peligro la existencia misma de la Emperatriz infantil y de todo el imperio.

Es, sin duda, una inquietante metáfora de nuestra civilización, en la que la Nada de los “no lugares” coloniza y desvirtúa la naturaleza y los campos culturales tradicionales. Los territorios silvestres, campestres o urbanos, son vendidos y sacrificados a los mercaderes, en nombre de un supuesto progreso. Los no lugares proliferan y se extienden igual que los “no tiempos”, esos espacios virtuales, que transcurren al margen de la realidad palpitante de la vida.

En las antípodas de estos mundos distópicos, se encuentra el árbol tutelar de cada pueblo y ciudad: un sitio al que regresar, el lugar por antonomasia en el que el tiempo es esférico.

La Olma, que fuera piedra angular del paisaje tradicional, puede ser de nuevo antídoto contra la prisa, la desconexión y la desmemoria colectiva. Es por ello que cuanto más avanzamos en el conocimiento de esta hermosa tradición cultural, cuanto más tomamos conciencia de su universalidad y relevancia en el contexto ibérico y europeo, más asombroso resulta el abandono y el olvido de aquellos árboles colosales que fueron eje primordial, cordón umbilical entre el colectivo humano y el paisaje.

La restauración de estos lugares emblemáticos, puede ser un revulsivo para revitalizar los hábitats y espacios más degradados y decadentes. Plantar una olma central es como fundar una escuela. Es un modo de reiniciar, de reinventar la tradición, de reconectarnos a la naturaleza misma; como si instaláramos un enchufe comunitario al que acudimos para darnos saludables baños de olmo. Para compartir como antaño acuerdos y recuerdos, charlas y citas, risas y bailes.

A la sombra de la olma descubriremos que somos donde vivimos, si puede decirse así; que el hábitat nos conforma construyendo la identidad personal y colectiva, de manera decisiva. Es tiempo de comenzar a edificar, pero sobre todo de cultivar, un nuevo futuro.

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